Cuando hablamos de acercar “cultura” en un espacio
psiquiátrico no podemos soslayar ciertas cuestiones a tener en cuenta.
Por un lado un eje que sería ¿qué vamos a proponer? ¿para
qué? ¿dónde? ¿sobre qué fundamentos? Incluso nos cuestionamos estos interrogantes
como punto de partida. Si son pertinentes o no, si algo nos aportan, como
encarar un camino complejo y desgastante dado el nivel de sufrimiento con el
que nos encontraremos.
Pero sabemos que el arte es un gran posibilitador y aún en
situaciones extremas el hombre juega, se hace un lugar para esto, lo
reconstruye, lo fabrica por primera vez, se entrega, sucede y el fenómeno se
produce, pero… ¿qué se produce, cómo, cuándo?
Pero antes deberíamos hacer una situación de lugar y hablar
de lo que implica un trabajo de esta índole en una institución psiquiátrica. El
loquero todo lo chupa, todo lo olvida, todo lo sumerge, en un devenir incierto,
lento y sin variaciones, se está en un lugar sin tiempo, un no-lugar, un
tiempo/lugar inexistentes. Los regímenes son severos, deben cumplirse, los
límites precisos. Pero existen grietas.
El paciente está arrasado, no como antes, quizás, en otra perspectiva,
pensando en el movimiento antimanicomial, en las acciones de
desmanicomialización, en las casas de tránsito, en la sensibilización que se ha
suscitado notoriamente dentro del ámbito institucional con los trabajadores. La diferencia es enorme cuando
uno escucha relatos, crónicas, de cómo funcionaba la institución unas décadas
atrás. Lo que se cuenta suena irreal, degradante e inverosímil. Más de cien
pacientes por pabellón.
Sin embargo y a pesar de que ha cambiado notablemente el
panorama y las acciones y efectos de ciertas políticas han modificado esta
realidad siguen existiendo indefectiblemente cuestiones propias del encierro y
el hacinamiento, del arrasamiento que producen la acumulación de casos
gravísimos y el abandono familiar, social y político que sufren los que allí
habitan.
Arrasados, medicados, con rutinas donde no hay tiempo, donde
está sistematizado el orden cotidiano, ahí mismo la actividad cultural
posibilita la construcción de algo propio y colectivo, singular y compartido, ahí
es donde encontramos una brecha por donde entrar, con mucha dificultad pero con
muchas multiplicaciones, muchos efectos sanos, mucha salud.
Quizás, presentando esta realidad, uno desde el sentido
común puede pensar que con el mero entretenimiento ya está logrando algo y esto
es real y contundente, pero queremos ir más allá, somos pretenciosos, no nos
conformamos, y pensamos a la actividad dentro de un marco epistemológico, una
metodología y un retrabajo constantes. Pensamos en incluir a todos los actores
de la escena: trabajadores y pacientes. Pensamos en un tiempo/lugar que tenga “valor”. Pensamos que
la actividad quede y se guarde en el
cuerpo y la memoria. Pensamos en que se alivie momentáneamente este estado ya
sea para los que allí viven como para quienes van a asistirlos. Y se produce. Y
sucede.